LA LAGUNA (La Opinión) Mientras los hombres cubrían sus rostros y mantenían un silencio sepulcral durante los duelos, las mujeres eran las responsables de lamentarse a gritos y llorar la muerte de sus seres queridos. Pero en muchas ocasiones no eran las féminas de la familia quienes lo hacían, sino que contrataban para ello a las denominadas plañideras, mujeres que a cambio de trigo pregonaban entre sollozos las bondades del difunto.
Esta es una de las curiosas historias que el Museo de Historia y Antropología de Tenerife dio a conocer durante la noche de ayer en una edición especial de sus tradicionales Nocturnos de otoño. Aprovechando la cercanía del Día de Todos los Santos, que tuvo lugar el pasado martes, la jornada denominada Día de Finados ¿o Jalogüin? repasó los ritos tradicionales isleños más llamativos relacionados con la muerte, dada la evolución que estos han sufrido hasta nuestros días.
Durante la Contrarreforma protestante, en los siglos XVI y XVII, se pensaba que todos los muertos debían ser quemados, pasar por un purgatorio donde sus almas serían purificadas para poder llegar al cielo. En este sentido, la muerte era vista de un modo natural, como parte de la vida, que a su vez estaba repleta de elementos relacionados con el más allá.
Cuando alguien fallecía, toda la familia participaba del duelo, incuidos los niños, que estaban presentes en todo momento. También las casas vivían su particular duelo, pues eran despojadas de cualquier cuadro que pendiese de sus paredes.
Se velaba a los fallecidos durante nueve días. A lo largo de este periodo, cada familiar debía encender una vela y cuidarse de que la llama permaneciese viva para iluminar al difunto en el nuevo camino. Además, era costumbre fotografiar a los muertos.
Los duelos eran organizados por las cofradías de ánimas, encargadas de comprar el ataúd y las velas. Por su parte, la familia del fallecido era la encargada de llevar a la iglesia vino o trigo para todos los asistentes, el mismo vino que, junto con algunos dulces tradicionales y castañas, fueron degustados por los asistentes al acto en el Museo de Historia la noche de ayer.
La visita consistió en un recorrido por las diferentes salas y pasadizos del edificio, entre velas, misterio y la más profunda oscuridad. En uno de los lugares del Museo, el patio de los esclavos, aún se conserva una lápida de piedra vacía, que por el valor del material en aquel entonces, se utilizaba para dos entierros consecutivos. Dependiendo del difunto, éste era enterrado de una u otra manera. Mientras que por lo general se les colocaba bocarriba para facilitar su resurrección, los enemigos, suicidas, herejes e invasores de las Islas eran posicionados bocabajo y atados de pies y manos para evitar que se levantasen.
Ante la inexistencia de cementerios, los sepulcros se instalaban en las iglesias. La privacidad de los mismos, la cantidad de ropa con la que se les vestía y su cercanía al altar dependían de la clase social a la que perteneciese el fallecido, situándose los menos pudientes en la zona más lejana, prácticamente desnudos y agrupados entre ellos.
Cuando era un niño el que moría, se le envolvía en un sudario blanco y se le prendía un alfiler con mensajes para los muertos, ya que los familiares confiaban en que el bebé se tornaría en un ángel que, al llegar al cielo, se reuniría con los santos.
Durante el Día de finados podían escucharse los llamados ranchos de ánimas, grupos de hombres que cantaban por las casas para financiar las celebraciones , acompañados por el ruido de triángulos, panderetas y espadas.Por otro lado, los denominados animeros comunicaban a la familia con el difunto, a fin de confirmar que este último descansara en paz.
A partir del siglo XVIII comenzaron a imponerse los duelos más austeros hasta la actualidad, a pesar de que en un principio fueron las propias familias quienes se negaron.
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